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EL NIÑO TEJÓN - CAPÍTULO 1 - LA HUIDA

  • Foto del escritor: Calidris Alba
    Calidris Alba
  • 24 jun
  • 20 Min. de lectura

Actualizado: 28 jun

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INVIERNO

I. En algún punto de la actual comarca del Maestrazgo (Teruel, Aragón)

 


Los humanos


Al caer la noche, aquellos que habían participado en la cacería del uro se sentaron sobre troncos y piedras, formando un círculo alrededor de una hoguera que apenas lograba mantenerse encendida. Las expresiones en sus rostros reflejaban la tensión y la concentración que habían marcado la jornada. Un joven reunía ramas secas y pequeñas astillas, añadiéndolas a la hoguera y soplando con energía para reavivar las brasas que aún persistían. Los demás lo observaban en silencio, absortos en sus pensamientos. Tras unos instantes de esfuerzo y algunas palabras de aliento, pequeñas llamas comenzaron a danzar y a iluminar los rostros reservados. A medida que el fuego crecía, las caras se fueron relajando, llenándose de sonrisas. Rápidamente, las anécdotas sobre la cacería de aquella mañana se mezclaron con risas, bromas y palmadas amistosas, creando un vínculo que iba más allá del calor de la hoguera. Los niños, manteniéndose a distancia, observaban con admiración y envidia, deseando que alguno de los hombres los invitara a unirse a la calidez del círculo.


Uno de los cazadores, gesticulando exageradamente como si aún pudiera revivir la emoción del momento, comenzó a relatar cómo él había sido el primero en clavar la lanza en la carne del uro. De repente, señaló a uno de los jóvenes que había participado en la cacería y, dirigiéndose a los demás, sonrió ampliamente.

–¿Pero, no lo visteis? ¡Hasta le temblaban las piernas! –exclamó el hombre, lo que provocó la risa general.

–¡No me temblaban las piernas! Estaba concentrado –se defendió el joven, visiblemente avergonzado.

–¡Anda ya! Cuando viste al uro, te quedaste paralizado –insistió el hombre, riendo a carcajadas.

–Te digo que estaba concentrado. Y me sorprendió que embistiera con tanta fuerza.

–Pues ese ya era viejo. Los jóvenes son aún peores. ¡Niños, acercaros! ¿Conocéis la historia del uro de un cuerno? –preguntó el hombre, consciente de que los niños deseaban sentarse entre los cazadores.


Unos pocos niños y niñas mayores se incorporaron con rapidez y se unieron al fuego, junto a los hombres, entusiasmados por escuchar sus relatos y deseosos de que llegara el día en que se les permitiera acompañar a los cazadores en sus emboscadas. Conocían, por experiencias anteriores, la historia de un enorme uro que poseía un solo cuerno y se resistía a morir. Sin embargo, escuchaban en silencio, exclamando de admiración cuando el hombre callaba y estallando en risas nerviosas cuando los adultos sonreían.


De repente, unos gritos rompieron el hilo de la narración, haciendo que todos los presentes alrededor del fuego dirigieran sus miradas hacia el fondo del campamento. En la parte más húmeda y fría, un hombre yacía sobre unas pieles de conejo, moviéndose de manera convulsiva y gritando palabras ininteligibles. Era habitual que ese hombre tuviera sueños agitados y chillara en medio de la noche, despertando a quienes dormían. Normalmente, su hijo se encargaba de que se diera la vuelta y guardara silencio; sin embargo, esa noche el hombre dormía solo.


Uno de los cazadores hizo una señal con las manos hacia uno de los niños que se hallaban sentados con los hombres. El niño frunció el ceño, miró hacia donde dormía su padre y se levantó a regañadientes. Con un puntapié logró que el hombre callara, permitiéndole regresar al calor de la hoguera, con la mirada baja para evitar cruzar palabra con los hombres o ver las muecas de los demás niños. Al menos había conseguido que su padre guardara silencio y él podría seguir disfrutando de las historias de los cazadores. Sin embargo, al notar que el silencio persistía, el niño levantó la mirada y observó en los ojos de los hombres una expresión de desconcierto. Con el corazón en un puño, se dio la vuelta y vio a su padre de pie, señalando insistentemente las llamas. Ni siquiera cuando el líder del grupo ordenó al hombre que se marchara, este lo hizo, permaneciendo de pie, con la cabeza alta y la mirada perdida en la hoguera. Al notar que los hombres se incomodaban, el niño se levantó y cogió a su padre por el brazo, intentando hacerle entender que debía regresar a la parte más inhóspita del campamento y permanecer allí.


Que su padre fuera tan brusco en apartar su mano, sorprendió al niño.

Que su padre se arrodillara, agarrara un pesado nódulo de sílex y lo levantara sobre su cabeza, lo dejó perplejo.

Que su padre descargara el peso de la piedra sobre la cabeza de uno de los hombres que tenía delante, hizo que él se horrorizara y diera un salto hacia atrás.

—¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco? —gritó el niño a su padre.

—Vas a morir —gritó el jefe del grupo.


A partir de ese instante, todo sucedió muy deprisa: gritos, golpes, más gritos, sangre, gente corriendo… silencio y oscuridad.


La noche era fría, húmeda y tan oscura como puede ser una noche sin la presencia de la luna. El fuego de la entrada del campamento se había apagado y una de las mujeres del grupo intentaba reavivarlo soplando con insistencia. El niño permanecía de pie, con el corazón y la respiración acelerados, tratando de discernir en la penumbra dónde se encontraba su padre y qué había sido de él. Cuando las llamas volvieron a iluminar, se percató de que un hombre yacía en el suelo, con un corte profundo en la sien y la ceja partida, mientras varias mujeres intentaban detener la hemorragia con sus manos. Los demás hombres y algunas mujeres habían salido al exterior. Las lanzas habían desaparecido del rincón que solían ocupar.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó el niño a una de las mujeres.

Cuando ella, con desdén, le indicó hacia el exterior, comprendió que su padre había logrado escapar y que los cazadores habían salido a matarlo.


El niño se mantuvo erguido en la entrada del campamento, prestando atención a los sonidos provenientes del interior del bosque, intentando discernir si los cazadores habían conseguido atrapar a su presa o si aún persistían en su búsqueda. Al percibir gritos que se alejaban hacia el río, comprendió que su padre había optado por esa ruta en su intento de escapar, lo cual indicaba que no regresaría a buscarlo.

–Eres como tu padre, un cobarde. Nunca serás cazador –le gritó uno de los niños que se mantenían junto a las mujeres.

–¡Cállate! –respondió él, sin darse la vuelta.

–Tu padre está muerto. Y tú nunca serás cazador –volvió a gritar el mismo niño.


Él se cubrió los ojos con las manos, consciente de la urgencia de su decisión: permanecer en el grupo o intentar encontrar a su padre antes de que lo hicieran los cazadores, para marchar juntos lejos de allí. Sopesó las opciones; por una parte, él y su padre llevaban un par de inviernos en el grupo y se sentían a gusto y, aunque no eran completamente aceptados, al menos comían regularmente. Siendo aún un niño que no había causado daño alguno, él tenía la posibilidad de continuar formando parte del grupo. Además, recientemente, los cazadores lo habían aceptado entre ellos durante las noches en que discutían sobre la mejor manera de matar a una presa, aunque continuaban sin permitirle acompañarlos en la tarea de acechar, emboscar y cazar a los animales. Por otro lado, sabía perfectamente que aquel no era su grupo de nacimiento y que no había ningún lazo familiar que lo uniera a esos hombres y mujeres. La única persona que se preocupaba por él era el hombre que ahora huía río arriba para salvar su vida; su padre.

—¡Vete! —gritó con desprecio una niña que también se mantenía al lado de las mujeres.

–¡Muérete! –le gritó a su vez el niño, saliendo del campamento, decidido a no regresar nunca más y convencido de que nadie intentaría detenerlo.


Sin embargo, en el momento en que se encontró a solas, la oscuridad lo abrazó y lo envolvió en un silencio profundo. Detenido en su camino, con apenas unos pasos andados, el niño se concentró en los sonidos; las voces de los hombres se habían desvanecido y solo logró discernir el ulular de un cárabo a lo lejos y, tal vez, el murmullo de un arroyo cercano, poco más. En medio de tan escasa cacofonía, el latido de su propio corazón se volvió ensordecedor, tanto que el niño se asustó, llevándose las manos primero al pecho y luego a los oídos.


Era la primera vez que se aventuraba solo en la noche, sin la protección de un adulto a su lado. Todos sabían que moverse en grupo era la mayor garantía para evitar ser devorado por un depredador, y que, al caer la noche, adentrarse en el bosque era muy arriesgado, pues en la oscuridad no se veía. Pero en ese instante, él estaba solo, la noche lo rodeaba y el miedo se apoderaba de él, porque aún era un niño.


Un crujir de ramas en la maleza le indicó que algo se acercaba. Agudizó sus sentidos y comprendió que lo que se aproximaba lo estaba acechando, y él, nervioso, no lograba discernir la naturaleza de su perseguidor. Podía ser un leopardo, un lobo solitario, alguna otra bestia o incluso un humano. Si eran los que buscaban a su padre para matarlo, él también podría morir. Se ocultó bajo unos helechos, esperando en silencio, esforzándose por calmar los latidos de su corazón para no ser descubierto y que su perseguidor pasara de largo.


Su padre había huido y lo había dejado atrás. ¿Cómo pudo hacerle esto? En ese instante lo odiaba con toda su alma. ¿Qué hacía él, escondido entre helechos, solo, en una noche tan oscura? Debería estar sentado entre los cazadores, charlando sobre la caza y las lanzas, seguro entre ellos, no temblando de miedo mientras intentaba encontrar a su padre para ir a… ¿A dónde podría ir ahora?


El miedo es un compañero traicionero, y él se sintió atrapado, rodeado por un enemigo invisible, una bestia que lo acechaba con la certeza de que pronto lo hallaría y acabaría con su vida.


Después de unos momentos de verdadero temor, el niño se golpeó el pecho con un puño, inhaló profundamente varias veces y se repitió a sí mismo que no era como su padre, que jamás lo sería, que él sería cazador y que los cazadores no conocían el miedo. Acto seguido, se levantó con determinación, decidido a no dejarse acobardar, ni por la oscuridad ni por aquellos que acechaban a su padre.

Decidido, optó por ascender la colina, hasta hallar el río, para conseguir interceptar a su padre.

 


La hiena


El macho se sentía fatigado de vagar solo, añorando la calidez y la seguridad de un clan. Desde que dejó su grupo de origen no había encontrado una manada que lo aceptara y la soledad comenzaba a pesarle. Deseaba volver a ser parte de un clan de hienas, aunque eso significara ocupar el último lugar en la jerarquía, ser el último en probar la comida y renunciar a cualquier oportunidad de apareamiento con las hembras. Todo esto se volvía insignificante ante la posibilidad de unirse a una manada, seguir a una poderosa hembra líder y, sobre todo, disfrutar de la caza en equipo.


Era joven, le faltaba experiencia y no se le daba bien cazar jabalíes o corzos. Ni siquiera se atrevía a acercarse a ciervos, gamos, caballos o uros, pues sabía que no tenía ninguna posibilidad de abatirlos. A menudo, se conformaba con los restos que otros depredadores abandonaban, o se metía en el agua en busca de ratas, castores o cualquier pequeño animal que no tuviera agilidad para escapar.

Aquella noche oscura, había olfateado débilmente la presencia de un tejón y pensó que un animal tan grasiento como ese le proporcionaría la energía suficiente para justificar el esfuerzo de la caza. Siguió su rastro, que se localizaba a medio camino entre el campamento humano y el río. Lo extraño de esa noche era que los humanos parecían especialmente inquietos y habían salido a cazar en la oscuridad, algo inusual en ellos.


Decidió mantenerse alejado de los humanos y seguir el rastro del tejón que ascendía por la ladera de la colina.


Tenía hambre y estaba decidido a atrapar a esa bestia grasienta, que suponía enferma y débil, ya que su rastro era apenas perceptible. Quería al tejón y estaba decidido a conseguirlo.

 


Los humanos


Al llegar al río, el silencio fue interrumpido una vez más por el crujido de ramas secas y el susurro de hojas, moviéndose como si un cuerpo voluminoso se aproximara. El niño, más sereno, se agachó entre unos troncos caídos y aguardó. Cuando el canto de un cárabo atrajo su atención, su rostro esbozó una leve sonrisa, aunque permaneció inmóvil. Una vez más, el cárabo ululó, esta vez más agudo. Entonces, él se sintió seguro, se enderezó y emergió de su refugio.

–¿Padre, eres tú? –susurró el niño, dirigiéndose hacia donde el cárabo alzaba su voz.

–Sí, soy yo. ¿Estás bien? –respondió el hombre al salir de entre unos arbustos.

–No, no estoy bien. He pasado mucho miedo –admitió el niño, aún nervioso por lo ocurrido–. ¡Me has dejado solo! ¡Y de noche! ¿Qué has hecho? ¿Te has vuelto loco?

–Hablaremos más tarde. Ahora debemos alejarnos de los cazadores. Si nos encuentran, nos matarán –dijo el hombre, mirando a su alrededor, aún visiblemente nervioso.

–Te matarán a ti. Yo no he hecho nada.

–¡Vamos! Ya hablaremos cuando estemos a salvo. Caminemos hasta que amanezca. No se atreverán a seguirnos tan lejos. Han dejado las mujeres y los niños solos –insistió el hombre, sintiéndose aliviado por no haber perdido a su hijo.

Cuando el sol asomó en el horizonte, el hombre y el niño habían dejado muy atrás el campamento que los había acogido los dos últimos inviernos. Subieron una suave colina y se aseguraron de que nadie los siguiera mientras cruzaban los prados. Buscaron un lugar para esconderse y descansaron.

–¿Qué ha pasado con tu capucha? –preguntó el niño a su padre.

–La perdí durante la huida. Deberemos desplazarnos por el interior del bosque. Hasta que pueda hacerme otra. ¿Sabías que te localicé gracias a tu capucha?

–¿A mi capucha? ¿Por qué?

–Porque huele muy mal. No la frotaste lo suficiente. Continúa oliendo a bestia muerta –dijo el hombre, arrugando la nariz.

–¡No huele tan mal! A mí me gusta. Sí que la trabajé lo suficiente. ¡Y no huele a bestia! –exclamó el niño, sacándose la capucha, acercándosela a la nariz y disimulando una mueca.

–¡Huele fatal! Pero la necesitas, ya lo sabes –exclamó el hombre, deseando que su hijo hubiera prestado atención cuando le enseñaba a trabajar la piel.

–No quiero hablar de la capucha. Quiero saber qué ha pasado esta noche. Te he visto. Has intentado matar a uno de los cazadores. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué lo has hecho? –preguntó el niño, ajustándose nuevamente la piel sobre la cabeza.

–No puedo explicártelo.

–¿Por qué no? Por tu culpa estamos de nuevo solos –insistió el niño–. Así nunca aprenderé a cazar.

–No sé qué ocurrió. Todo resulta confuso. Sé que estaba dormido. Sé que tenía una pesadilla. Sé que me desperté. Recuerdo un hombre que llevaba una lanza. Recuerdo que todos corrían detrás de mí.

–Has golpeado a un cazador con una piedra. Le has abierto la ceja. Has estado a punto de acabar con él.

–No lo entiendo. Tal vez esté relacionado con el sueño. Un gigante apareció en mi sueño. Un gigante ala de cuervo intentó matarme. Yo solo traté de defenderte del gigante –intentó justificarse el hombre, balancearse hacia delante y hacia atrás, consciente de que sus palabras carecían de sentido.

–¿De qué gigante ala de cuervo hablas? No había nadie. Solo la gente del grupo. Y me has dejado solo. Eres un cobarde –dijo el niño, que, herido por la actitud de su padre, dejó escapar la palabra "cobarde" desde lo más profundo de su ser, aunque en el fondo se sentía aliviado de que este estuviera vivo y de que se hubieran reencontrado. 

–Debemos seguir adelante. Necesitamos salir del territorio de los cazadores. Hay que encontrar un río caudaloso. El río marca el límite. Debemos seguir su curso aguas abajo. Hasta llegar a la desembocadura. Por allí será menos peligroso cruzar. Entonces estaremos a salvo. Continuaremos hasta encontrar un nuevo grupo.

–¿Crees que el grupo nuevo nos aceptará?  Estoy harto de tantos cambios. Quiero ser como los demás niños. ¡Deseo que nos dejen formar parte del grupo! –Mientras expresaba su frustración, los ojos del niño mostraban un cansancio demasiado profundo para su corta edad.

El hombre guardó silencio. También él se sentía abatido. Llevaba mucho tiempo, sintiéndose cansado de no poder participar en las cacerías, de tener que roer los huesos que los demás despreciaban, de mostrarse sumiso, de ocupar los lugares menos confortables en los campamentos, de vivir con miedo...

 

Aún les quedaba un largo trecho por recorrer antes de dar con un nuevo grupo que estuviera dispuesto a acogerlos. Tanto el hombre como el niño eran conscientes de que, si no alimentaban sus estómagos, pronto se verían mermados de fuerzas y determinación para seguir avanzando. El hombre pretendía cazar un par de conejos, por lo que se dirigió al río en busca de fragmentos de granito repletos de cuarzo y algunas ramas tiernas de avellano. Con los materiales en mano, se sentó junto al niño y comenzó a golpear una piedra grande con otra más pequeña, buscando obtener astillas afiladas. Una vez que logró su objetivo, tomó una rama, la que le pareció menos torcida, y afiló su extremo. No había tiempo para enderezarla con fuego, pues el humo podría delatar su posición, y no deseaba volver a esconderse de los cazadores. El niño aparentaba estar dormido, pero el hombre sabía que sus ojos seguían cada uno de sus movimientos.

—Listo. Tengo la lanza preparada. Ahora solo falta encontrar una madriguera de conejos. Esta noche cenaremos carne hasta saciarnos. Mañana tendré una cálida capucha preparada. Mañana dejaremos atrás el bosque. Quédate aquí y descansa. Regresaré con carne para comer.


Con determinación, el hombre se dirigió hacia el prado cercano al río. En una suave pendiente arenosa, los conejos habían excavado varios agujeros que utilizaban como entradas y salidas. El hombre inspeccionó los alrededores, husmeando en cada una de las cavidades que encontraba. Cuando se convenció de que no había más agujeros de los él que había visto, buscó piedras pesadas. Con cuidado, trasladó las piedras hasta la conejera, colocándolas en las cavidades para bloquear las salidas. Solo dejó dos agujeros abiertos. Uno lo cubrió con un trozo de piel de conejo que arrancó de su manga y lo fijó en el suelo con cuatro palos afilados. Con dos piedras que había recogido del río y una seta muy seca que había arrancado de un tocón, encendió un fuego y sopló fuerte hacia el interior de la otra cavidad, sin apartar la mirada de la piel que había clavado en el suelo.


Al poco, el humo comenzó a irritarle la garganta y los ojos, provocándole lágrimas y un fuerte ataque de tos. Tardó un rato en recuperar la respiración y disipar los efectos del humo. Una vez restablecido, se levantó y vio que la piel que cubría el agujero estaba rasgada y que los palos estaban esparcidos por el suelo. Era imposible que el conejo hubiera podido romper los palos y rasgar la piel, pues los había fijado con firmeza. Se detuvo a pensar, olfateó el aire y examinó el terreno. Nada. Al llegar a una zona de barro, descubrió las huellas: un lince.


Tomó la pequeña lanza de avellano y una sonrisa se dibujó en su rostro.


El hombre sorprendió al animal justo cuando este se encontraba devorando un conejo. Con la lanza lista y el viento soplando a su favor, se preparó para el momento. En el último instante, el lince se giró para enfrentarlo, pero el animal había perdido la ventaja.


Orgulloso, el hombre regresó al lugar donde descansaba su hijo, con los hombros en alto y caminando lentamente para que el niño viera lo que llevaba colgado a su espalda. ¡Había cazado un lince! ¿Quién podría dudar ahora de su habilidad para cazar? Una vez que hubiera descansado y comido, se encargaría de preparar la piel para hacerse una nueva capucha.

El niño sonrió a su padre y se levantó del rincón donde había estado echado.

–¿Has podido dormir? –preguntó el hombre, dejando caer el lince muerto a los pies del niño, con la satisfacción de un cazador que espera que su hijo sienta orgullo de su padre.

–No. Estoy intranquilo. Tengo la sensación que alguna bestia me acecha. Pero veo que has traído comida. Un lince es mucho mejor que un conejo –respondió el niño, acariciándose el estómago y sacando la lengua.

–No percibo ninguna amenaza. El lince era joven. Los adultos no se dejan acorralar tan fácilmente. ¡Mira qué cabeza tan grande tiene! Hoy me esforzaré al máximo. Mañana tendré lista mi capucha.

–Necesitarás más tiempo para curtir esta piel. No dispones de las herramientas adecuadas. Además, debes dormir –dijo el niño, mirando con envidia la majestuosa cabeza del felino.

–Aunque no esté terminada, la llevaré puesta. Debemos abandonar este bosque. Necesitamos avanzar por los prados abiertos. Debemos dejar atrás el territorio del grupo. De lo contrario, los cazadores nos alcanzarán.


El lince aún conservaba el calor y no les costó de eviscerar. Mientras el hombre mantenía tenso el animal, el niño realizó un corte desde la garganta hasta el ano, retirando las vísceras para que los fluidos corporales no mancharan la preciada piel.

–No podemos encender fuego. Nos lo comeremos crudo –anunció el hombre, partiendo el hígado y entregando una mitad al niño.

–No hay problema. Estoy hambriento.

El hígado no fue suficiente para saciar el hambre del niño, así que este tomó un cuchillo y se dispuso a separar una de las patas del animal.

–Deja ese muslo. Coge el corazón, los ojos y la lengua –exclamó el hombre. –Déjame a mí los riñones. El cerebro no debemos tocarlo. Si aplasto el cráneo, arruinaré la piel. La carne de las patas nos la llevaremos. Nos dará de comer varios días más.

Absortos en su tarea de alimentarse, padre e hijo no se dieron cuenta de que algo se acercaba. No fue hasta que el viento les trajo el hedor de la bestia que ambos se alertaron. El hombre agarró la lanza y el niño recogió una piedra del suelo. El niño tenía razón; una criatura los acechaba.

–No te muevas de mi lado –ordenó el hombre.

–¿Qué es? Huelo una bestia que no identifico –preguntó el niño, asustado.

–¡Hiena! –respondió el hombre, levantando la lanza por encima de su hombro.

–¿Es una hiena o son varias?

–No estoy seguro. Creo que solo hay una.

–¿Qué hacemos si se acerca?

–No se acercará.

–Pero si lo hace, ¿qué hacemos? Las hienas son enormes. No podrás clavarle la lanza solo. Si estuvieran aquí los otros cazadores... ¿Corremos hacia aquellos árboles? ¿Trepamos a lo alto de un pino?

–Las hienas son más rápidas que nosotros. Mantén la calma; no se acercará.

El hombre cometió un error, porque la hiena sí se acercó.

 


La hiena

 

Al macho de hiena le sorprendió ver a un humano deambular solo con su cría. Por lo que había observado, los humanos solían agruparse en pequeñas manadas y nunca andaban solos. Había estado siguiendo el rastro de su presa durante un tiempo, y al fin la encontró, solo para llevarse una gran decepción. El animal esperaba atrapar un tejón debilitado, pero se topó con una cría humana ya crecida que, curiosamente, llevaba un tejón muerto sobre su cabeza. Con los humanos había que ser cauteloso; sus palos eran tan afilados como los dientes de cualquiera de ellas.


Al ver al humano adulto acercarse, el joven macho lamentó no haber saltado antes sobre la cría, cuando esta estaba sola. Así que evaluó sus opciones; él era más corpulento y fuerte que los dos humanos débiles, y tenía claro su paradero. En cambio, los humanos aún no lo habían visto, aunque uno de ellos empuñaba un palo afilado. Podía flanquearlos y atacarlos por la retaguardia; si se deslizaba en silencio, ningún sonido delataría su acecho.


La hiena notó que el viento cambiaba de dirección y aprovechó esa ventaja para moverse, complacido al ver que los humanos seguían concentrados en los arbustos que él había dejado atrás. Llevaba días sin comer y su estómago rugía de hambre. El aroma de la sangre del lince descuartizado intensificó su apetito y el macho comenzó a salivar copiosamente mientras aguardaba el momento oportuno.


Primero intentaría sorprender a los dos humanos, deseando que huyeran sin necesidad de enfrentarse a ellos; con el lince muerto le bastaría. Pero si los humanos se negaban a abandonar la presa, entonces no dudaría en atacar. Su primer objetivo sería el más vulnerable, el niño, que no llevaba ningún palo afilado. Así podría hacer que el adulto se retirara despavorido.


Tenía hambre, deseaba comer, y aquella parecía una estrategia prometedora.

 


Los humanos


El hombre tuvo el tiempo justo de girarse, empujar al niño con un movimiento brusco e impulsar con fuerza el brazo que tenía levantado a la altura del hombro. La rama de avellano, con su extremo afilado, se incrustó en el muslo de la imponente bestia que se abalanzaba sobre el niño. La punta solo logró penetrar débilmente en la resistente piel de la hiena, rompiéndose la rama y dejando la mitad en el suelo. La hiena se detuvo de golpe, soltando un grito agudo, y luego, con un giro ágil, utilizó su poderosa mandíbula para arrancarse el trozo de avellano de su pierna. Con una risa nerviosa, se alejó cojeando hacia la espesura del bosque.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó el niño, con sus ojos fijos en la distancia entre su padre y el trozo de vara que reposaba en el suelo.

—¡No te acerques! No sabemos si ha escapado. Podría estar escondida entre los arbustos —gritó el hombre, visiblemente nervioso.

—¿Cómo lo has hecho? La lanza se ha hundido en su muslo. ¡La hiena estaba muy lejos! —exclamó el niño, tratando de calcular la distancia que había recorrido la lanza.

—¡Te he dicho que no te acerques! —el hombre, aún tembloroso, golpeó suavemente la cabeza de su hijo con el puño cerrado para hacerle entender que acababa de dar una orden.

El niño comprendió que, si no fuera por la lanza que había volado, la bestia se habría abalanzado sobre él, y ahora su cabeza podría estar aplastada entre los dientes del animal. Se agachó y recogió los dos fragmentos de la rama de avellano. Mientras intentaba volver a unirlos, se volvió hacia su padre.

—¿Pero, tú has visto lo que has hecho? ¿Cómo es posible?

—¡Vámonos! Las hienas nunca actúan solas. El resto del clan debe estar cerca.

—No me has respondido. ¿Cómo lo has hecho? Las lanzas se clavan. Las lanzas no vuelan. ¿Cómo lo has hecho? —insistió el niño, con curiosidad.

—Te lo explicaré esta noche. Cuando estemos lejos de aquí. Cuando tengamos la protección de un buen fuego. ¡Ahora, muévete!

 

Al echárseles la noche encima, padre e hijo habían avanzado una distancia considerable, dejando atrás valles, riachuelos y colinas. La fatiga era evidente en sus cuerpos, pero una sensación de seguridad iba creciendo en ellos. Se acercaban al límite del territorio del último grupo que los había acogido y sabían que, al amanecer, esa etapa quedaría atrás. Entonces, el alivio sería mayor, pues ningún cazador se atrevería a cruzar esas fronteras en busca de una presa.


Ya sin la luz del día, el hombre se esforzaba en encontrar ramas de pino rectas y de igual longitud, mientras su hijo había encendido un fuego y recogía pinaza, siempre atento a los movimientos de su padre. Cuando todo estuvo listo, ambos se quitaron las pieles de conejo y las dispusieron sobre la estructura de palos que el hombre sostenía con enredaderas. Dejar un buen espacio abierto sobre el fuego era esencial. Una vez dentro de su improvisado refugio, padre e hijo compartieron la carne del lince cazado esa misma mañana.


El niño seguía sintiendo un ligero desdén hacia su padre, a quien siempre había visto como un inepto. Pero en ese instante, una nueva perspectiva comenzó a crecer en su mente: tal vez no era tan inútil, después de todo, si era capaz de hacer volar palos afilados.

–¿Vas a explicármelo o no?

El hombre, absorto en su tarea de alcanzar el fémur del lince para romperlo y extraer la sustanciosa médula, respondió a su hijo con desdén.

–Una vez, hace tiempo, tuve una lanza que volaba.

–¿Cuándo? Nunca te he visto hacer eso. Tú no cazas con la lanza. Los hombres no te quieren con ellos. Tú...

–Hace mucho tiempo. Cuando tú tenías pocas lunas. Del mar llegaron unos cazadores. Ellos traían lanzas que volaban. Ellos acabaron con nuestro grupo.

–¿Qué? ¿Acabaron con el grupo? ¿Quiénes eran esos cazadores?

–Eran distintos. Tenían lanzas que volaban. Mataron a todos. Sin ni siquiera acercarse –dijo el hombre, con la cabeza baja, encorvado por el peso de recuerdos lejanos y dolorosos, moviéndose rítmicamente adelante y hacia atrás. 

El niño luchaba por creer lo que su padre decía, pues nunca antes le había contado algo así. 

–¿Por qué nosotros seguimos vivos?

–Nosotros logramos escapar. Antes de huir, cogí una lanza voladora. Pero se rompió con el tiempo –el hombre continuaba balanceándose, buscando la forma de contar lo que prefería ocultar a su hijo.

–¿Y madre?

–Está muerta. Tengo sueño. No quiero hablar más. Ya te he lo contado suficiente. Cuando seas mayor, seguiremos esta charla. ¡Ahora calla y duerme!

–¿Cómo murió? –preguntó el niño, sorprendido por la revelación inesperada.

–¡A dormir!

–¿Cómo murió?

–¡A dormir! Cállate, o no te contaré nada más.

–¿Por qué atacaste al cazador? –insistió el niño, confundido por todo lo ocurrido. 

–No lo sé. ¡Cállate y duerme! Mañana tenemos mucho camino por delante. Deberíamos encontrarnos con un grupo. 

–¡No quiero otro grupo! –protestó el niño–. No quiero pasar por lo mismo. ¡Otra vez no! ¿Podríamos vivir solo tú y yo? ¿Sin nadie más? 

–No.

­–¿Por qué no?

–Ya has visto lo que ha pasado hoy. ¡Mira lo que ha sucedido con la hiena! Necesitamos la protección de un grupo. Tú necesitas aprender de los cazadores. Yo necesito mujeres. 

–¿Mujeres? ¿Para qué? ¡Nunca has estado con ninguna! No necesitamos a nadie. Hoy me defendiste bien de la hiena. Podrías hacer más lanzas voladoras. Podrías enseñarme a hacerlas volar. 

–Por supuesto que necesitamos un grupo. Un hombre no es nada sin él. Un hombre vive poco tiempo solo. 

–Pero, las lanzas que vuelan... 

–Nunca más volveré a hacer volar una lanza. 

–¿Por qué? 

–Cuando las lanzas vuelan, ocurren cosas terribles. 

–¿Qué dices? ¡Hoy ahuyentaste a una hiena tú solo! 

–Encontraremos un grupo donde los cazadores te protegerán. No vuelvas a hablar de lanzas voladoras. ¡Nunca más! 

El hombre golpeó levemente la cabeza del niño, buscando que comprendiera que hablaba en serio y que la conversación había llegado a su fin. 

 

Durante varios días, padre e hijo caminaron sin descanso, siguiendo el curso del río hasta que llegaron a su desembocadura. Allí lograron cruzar a la orilla opuesta sin demasiadas complicaciones. Luego, avanzaron por la playa, atravesando numerosos humedales y finales de torrentes, hasta encontrarse con otro río caudaloso que también derramaba sus aguas en el mar. Una vez en la orilla opuesta, comenzaron a ver marcas rojas en lugares destacados.

–¡Ves! Tenía razón, aquí hay señales frescas –exclamó el hombre, sintiéndose más aliviado al encontrar rastros de otros humanos.

–¿De qué grupo son estas marcas? –preguntó el niño, trazando con sus dedos dos líneas sinuosas y paralelas, dibujadas en un tono rojizo sobre una roca anclada en la arena.

—No lo sé. No reconozco estas señales. ¡Apúrate! No te quedes atrás. Los cazadores deben estar en los humedales. No deben andar lejos. Allí donde vuelan los gansos —dijo el hombre, señalando el horizonte con un gesto amplio.

–¿Qué pasará cuando nos vean?

–Ya sabes qué sucederá –respondió el hombre, intentando ocultar una mueca nerviosa.

–Sí, lo sé. Volverás a tener miedo. Ningún cazador querrá tenerte cerca.


El hombre aceleró el paso, ignorando las palabras de su hijo, cansado de tener que justificarse. El niño, consciente de lo que se avecinaba, frunció el ceño. Mientras reanudaba la marcha, gritó que nunca tendría miedo, que se volvería fuerte y que se convertiría en un gran cazador.


Su padre no replicó, aunque en su interior sabía que esa idea era completamente imposible.

 
 
 

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