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EL NIÑO TEJÓN - CAPÍTULO 2 - EL GRUPO DE LA COSTA

  • Foto del escritor: Calidris Alba
    Calidris Alba
  • 24 jun
  • 14 Min. de lectura

Actualizado: 28 jun


II. En algún punto del actual delta del río Llobregat

 


La chica


Los gritos de la chica no llegaban al campamento, por lo tanto, nadie vendría a ayudarla. Así lo había querido ella.


Los dolores del parto comenzaron a media tarde, en el campamento de la playa. Tras la primera contracción, la chica, sin decir una palabra a nadie, se encaminó hacia los humedales, convencida de que allí encontraría la tranquilidad que necesitaba, ya que aquella tarde los hombres no saldrían a cazar. No deseaba que nadie viera su hijo, ni mucho menos que le echaran en cara que fuera un niño mal hecho, por su culpa.


Pariría sola, y sola mataría a su hijo.


Era su primera criatura y ella sabía que el parto no debería desarrollarse de aquella manera. Debería haber estado rodeada de mujeres que la acompañaran, que la tranquilizaran, que le dijeran que todo iría bien y que tendría un niño fuerte y sano. Sin embargo, en ese instante, ya nada podía hacerse para que aquel niño viviera. Agachada entre los juncos, se sintió demasiado pequeña para pasar por aquella experiencia sola.


Siempre le habían dicho que su rostro, mucho más redondo de lo que era habitual en las chicas de su grupo, y su baja estatura, le daban la apariencia de ser más joven de lo que en realidad era. Era consciente de que era diferente; unos enormes ojos verdes y una larga cabellera rubia le otorgaban un aspecto infantil, pero a la vez encantador.


Siempre había sido una niña preciosa y ella lo sabía.


Con la espalda encorvada, levantó la mirada y vio cómo el sol se ocultaba tras las colinas, mientras las nubes, incluso las que colgaban sobre el mar, cambiaban lentamente de color, transformándose de un blanco sucio a un intenso tono rosado. También sintió que la temperatura descendía y que el sudor, que empapaba su pelo, comenzaba a enfriar su cuerpo. Su corazón latía con fuerza, asustada por el dolor intenso. El recuerdo de una madre que nunca conoció cruzó su mente; las mujeres morían en los partos. No todas, por supuesto, pero sí muchas de las que habían sido parte de su grupo.


El niño estaba a punto de nacer, los dolores se intensificaban, y la joven apartó sus temores para concentrarse en expulsar la criatura y permanecer viva.

Los gansos pasaron volando sobre el carrizo, en dirección a la laguna. Se estaban reuniendo para pasar la noche y en el aire comenzó a resonar el cloqueo de las aves que iban aterrizando. En poco tiempo, solo se escuchó aquel bullicio.


Las contracciones se volvieron más frecuentes y la chica no pudo contener un grito desgarrador que sorprendió a las aves congregadas en el otro lado de los juncos, que no se habían percatado de su presencia. Centenares de gansos de diversas especies alzaron el vuelo, ruidosamente, tratando de volar lo más rápido posible sin colisionar entre sí.


En un suspiro las nubes se tiñeron de un rojo aún más intenso, casi tan intenso como la sangre que empezaba a deslizarse por los muslos de la chica.


Finalmente, la criatura llegaba y ella podría descansar. Un niño emergió, súbitamente, en medio de una bocanada de sangre que rápidamente fue absorbida por la arena. La joven no tomó a la criatura en brazos, pero sí se incorporó un poco para verlo, un instante. Y se sorprendió al notar que el niño parecía normal, un poco pequeño, pero bien formado. La anciana le había repetido innumerables veces que el niño que naciera sería frágil y mal constituido.


Cortó el cordón umbilical con los dientes, volvió a mirar hacia arriba y observó cómo una media luna emergía en el horizonte, mientras el sol se ocultaba tras las colinas, y le pareció que el cielo también reflejaba el color de su sangre.


La bandada de gansos se alejaba, y el ruido se atenuaba. La placenta había sido expulsada y el niño se movía de manera espasmódica entre los restos gelatinosos acumulados en la arena. La chica apartó la mirada, se giró levemente y se preguntó cuál sería la mejor forma de deshacerse de aquella criatura.


El sonido de unos pasos en la arena la sacó de sus pensamientos, alguien se acercaba. Reconoció el olor y supo de quién se trataba. Siguió con los ojos cerrados, simulando estar dormida. No sabía si el niño aún vivía, pero oyó que se lo llevaban y se sintió aliviada, pues no tendría que arrojarlo al agua y presenciar como se ahogaba.


La calma regresaba a la laguna, y la chica se sentía más serena ahora que ya no tenía a la criatura entre las piernas. Continuó con los ojos cerrados, intentando descansar y no pensar en nada, pero los gritos ásperos de otras aves que se acercaban hicieron que abriera abrir de nuevo los ojos y levantara la mirada al cielo. Múltiples bandadas de grullas volaban desde los prados que había entre las lagunas y las colinas, en dirección a los humedales. A medida que aquellas aves, que volaban en formación, se aproximaban, el ensordecedor sonido retornaba. En poco tiempo, centenares de aves de patas delgadas y cuello largo empezaron a aterrizar en las pequeñas islas del centro de las lagunas. Las grullas también se reunían para pasar la noche, ahora que los gansos se habían ido, y ellas podrían encontrar suficiente espacio para estar tranquilas. Eran días en que las aves se preparaban para migrar hacia el norte, más allá de las colinas, más allá de los territorios de invierno, más allá de la tierra que la chica conocía.


La chica se incorporó y se tapó las orejas con las manos. No soportaba los gritos estridentes de aquellas aves, menos aún si las tenía encima. Comenzó a caminar, con paso vacilante, hacia el campamento de la playa.


Necesitaba tranquilidad y un buen descanso. Se sentía tan exhausta y triste como nunca antes lo había estado.

 


El humano y su hijo


El niño se entretenía cogiendo conchas de la arena y lanzándolas al mar. De vez en cuando, el hombre se giraba para recordarle que no se quedara atrás, que aún les quedaba un buen trecho hasta el lugar donde él suponía que el grupo habría instalado el campamento. Caminaban por la playa, siguiendo la orilla del mar, tal como lo habían hecho en los días anteriores. Sabían que debían apresurarse, pues si no encontraban el campamento pronto, tendrían que improvisar un refugio para pasar la noche. Desde hacía un buen rato, el sonido de los gansos los acompañaba, y a lo lejos los vieron alzar el vuelo. Si esos gansos estaban por los humedales, los cazadores del grupo no debían andar muy lejos. Era crucial hallar el campamento antes de que oscureciera. El hombre lanzó una mirada a su izquierda y se percató de que el sol estaba desapareciendo detrás de las colinas, a la vez que una media luna empezaba a hacerse presente sobre el mar. Una luna como aquella les daría suficiente luz para seguir avanzando un poco más, a pesar de que él sabía perfectamente que no veía bien a distancia, y menos cuando oscurecía.


De repente, un pequeño animal apareció corriendo hacia ellos, por la misma orilla del agua. El hombre levantó su lanza y esperó. Cuando el animal se acercó, bajó la lanza; no había peligro, era un zorro. Ni él ni el niño disfrutaban del sabor de su carne; preferían el conejo. El zorro pasó velozmente, rozando casi a los dos humanos, sin desviarse de su trayectoria, como si no los hubiera visto.

–¡Date prisa, hijo! –exclamó el hombre, impaciente.

–¿Lo has visto? Parece que lleva carne en la boca –gritó el niño, apresurándose hacia donde había avistado el zorro

–Sí, también me he dado cuenta. Mira estos regueros de sangre. ¡Hoy volveremos a comer carne tierna, hijo mío!

–¿Qué llevaba en la boca? No parecía que tuviera plumas.


Que el zorro llevase comida fresca en la boca era muy buena señal. El niño sabía que eso significaba que las hienas aún no habían llegado al cadáver que el zorro había encontrado. Cuando las hienas encontraban un cadáver, no permitían que nadie se acercara hasta que ellas estaban saciadas. Y entonces ya no quedaba nada que comer. Si se apresuraban, aún podrían probar parte de aquella carne.

 

Apareció inesperadamente, tras unas rocas que se hundían en el mar. Era enorme. Ni el hombre ni el niño supieron reaccionar porque nunca habían visto nada parecido.

–Padre, ¿qué es? –preguntó el niño, acercándose al animal y acariciando con la mano la suave piel de la enorme criatura que no tenía patas. 

El hombre se arrodilló en la arena y examinó con atención el pequeño ojo del rorcual.

–Sé lo que es. He oído hablar de él. A los viejos del grupo donde naciste. Es una ballena.

–¿Por qué nunca hemos visto ninguna?

–Viven en el agua. Pero a veces se acercan a la arena. Entonces no pueden regresar al agua. Entonces mueren. La carne se puede comer –explicó el hombre, sacando un cuchillo de piedra para comenzar a descuartizar el animal, que aún respiraba.


Sin previo aviso, unas piedras golpearon la espalda del hombre. Un grupo numeroso de hombres y mujeres, armados con lanzas, se acercaban corriendo y gritando, y parecían bastante enfadados.


El hombre dejó el cuchillo y la lanza en el suelo, se arrodilló en la arena, con los brazos abiertos, las palmas hacia arriba y la cabeza gacha. El niño lo imitó. Ya habían pasado por aquella situación otras veces.


Si se mostraban sumisos, todo saldría bien.

 


El zorro


El zorro recorría la playa desde hacía un buen rato, explorando cada rincón con la esperanza de encontrar algún resto del que alimentarse. Durante todo el día había merodeado por el campamento de los humanos, pero estos no habían desechado ningún resto y él no había logrado encontrar ni un hueso para saciar su hambre.


A pesar de ello, había tenido suerte de que los hombres acamparan cerca de su madriguera. El hecho de haber perdido las crías en otoño, cuando ya estaban casi crecidas, hizo que la hembra volviera a entrar en celo en una época inusual. Nunca antes habían tenido crías en aquella época del año. Si esto hubiera pasado en otro lugar, las crías seguramente ya estarían muertas. Sin embargo, la costumbre de los hombres de arrojar las sobras de sus comidas al exterior del campamento les ofrecía a los zorros una oportunidad de alimento fácil y sin riesgos. Quizás, si los hombres permanecían en aquella playa unos días más, ellos podrían seguirlos cuando se marcharan, ya que las crías estarían listas para acompañar a los adultos.


Cansado de no encontrar alimento en el campamento de los hombres, el zorro pasó la tarde oculto entre las hierbas altas de las praderas cercanas, sin conseguir nada que le fuera de provecho. Sabía que la hembra y los cachorros lo esperaban en la madriguera. Sabía que tenían hambre, como él.


Entonces decidió dirigirse hacia los humedales, convencido de que allí, tarde o temprano, hallaría algún resto para llevar a la zorrera. No tuvo tiempo de abalanzarse sobre ninguna de las aves allí congregadas, ya que los gansos lo vieron y comenzaron a emprender el vuelo, cloqueando escandalosamente. El zorro observó cómo aquellas aves se alejaban y comenzó a explorar el lugar que habían ocupado momentos antes, en busca de alguna que se hubiera quedado atrás, incapaz de volar. Pero no encontró nada.


Sin embargo, el viento cambió de dirección y, de pronto, percibió el dulce aroma de la sangre. Seguir su rastro fue fácil, pues el viento soplaba a su favor.


Vio a un humano tendido en la arena, entre el carrizo. Era una hembra que permanecía inmóvil, aunque el animal notó que respiraba con normalidad. Se acercó con cautela, paso a paso, y al llegar frente a ella, vio que, en medio de una masa gelatinosa, había una cría recién nacida.


¡Ahora sí, sus pequeños tendrían comida! ¡Ahora, sí que su compañera se alegraría! El frío aún era intenso y no era tiempo de criar, sino de sobrevivir. Y ellos tenían cachorros aún pequeños que difícilmente resistirían hasta la primavera sin suficiente alimento.


El zorro se fue acercando, atento a cualquier movimiento de la mujer. Sabía que si ella tenía una lanza podría ser peligrosa. Agarró a la criatura entre sus dientes, con mucho cuidado ya que aún estaba viva y no quería dañarla. Sentir aquella carne en su boca despertó su apetito. Había pasado demasiado tiempo alimentándose de carcasas y huesos vacíos. Sin querer, comenzó a segregar saliva y jugos gástricos, y la tentación de masticar a aquella criatura se volvió irresistible. Pero se resistiría, se la llevaría entera a su compañera. Así, la hembra podría ofrecerles a sus pequeños esa carne jugosa para alimentarlos, puesto que habían pasado más de dos lunas y ya no mamaban. Esa noche, tendrían la ocasión de saborear un pedazo de una de las carnes más exquisitas y escasas que existían.


Mientras el zorro corría por la playa, los ojos le brillaban pensando cómo de contenta se pondría su compañera.


Ni siquiera se detuvo al encontrarse la ballena varada en la arena.


Ni siquiera vio al hombre y al niño cuando pasó por su lado.

 


Los humanos del grupo de la costa


Las expresiones de los humanos que se acercaban con rapidez hacia el hombre y el niño no hacían presagiar nada bueno.


Poco antes, la mujer Aba había salido del campamento en busca de Usu, la joven que había desaparecido a media tarde. A la chica le faltaba muy poco para parir y la mujer estaba preocupada por ella. Fue entonces cuando encontró la ballena varada en la orilla. Sin perder tiempo, regresó al campamento para informar de su sorprendente descubrimiento, y todos se apresuraron a recoger sus herramientas de piedra afiladas para dirigirse a la playa.


Ver que unos extraños habían llegado antes que ellos no les hizo ninguna gracia. El jefe Uru, el hombre que dirigía a los otros hombres en las cacerías, se plantó frente al extraño que estaba arrodillado, y al notar su actitud sumisa, clavó la lanza en la arena. Detrás de él, cuatro hombres se mantenían alerta, cada uno con una lanza preparada. Uru observó detenidamente al hombre agachado en la arena, notando su peculiar atuendo: una abundante vestimenta de pieles de conejo y una capucha de lince a medio curtir. A su lado, el niño portaba una piel de tejón en la cabeza, y también estaba cubierto de pieles de conejo. En contraste, los miembros del grupo llevaban cálidas pieles de ciervo, que habían cazado el otoño anterior en el paso del desfiladero, y solo se abrigaban el torso, dejando las piernas libres para poder correr.

–Perdonad a este hombre y a su hijo. No queríamos robar vuestra comida. No sabíamos que era vuestra presa –dijo el hombre arrodillado con voz temblorosa, sin levantar la mirada de la arena.

Uru mantuvo su mirada fija en el desconocido durante un buen rato, en silencio, reflexionando. Había comprendido la mayor parte de lo que el hombre había dicho, a pesar de que le notaba un acento extraño, por lo que dedujo que aquel hombre debería de venir tierras lejanas.

–¿De dónde venís, hombre lince y niño tejón? ¿Por qué estáis cogiendo nuestra carne? ¡Y tú, el mayor, quítate las pieles! –ordenó Uru, con el tono más autoritario que fue capaz de hacer–. ¿Qué escondes bajo los conejos muertos? ¿Una lanza? ¿Una piedra afilada?


El hombre que estaba arrodillado en la arena encontró raro que el jefe de los cazadores se dirigiera a él como hombre lince y al niño como niño tejón. No eran esos sus nombres, pero si así lo deseaba el jefe, así se llamarían en adelante. Levantó la cabeza, se quitó la capucha y, lentamente, se despojó de las pieles que lo cubrían. El niño permaneció con la mirada baja, cubierto, esperando la reacción de aquellos extraños.


Involuntariamente, Uru retrocedió un paso, con el corazón acelerado, como si estuviera a punto de clavar la lanza en una presa que intentaba escapar. No entendía lo que veía. El hombre frente a él era extremadamente delgado y, sobre todo, diferente. Uru dio un par de pasos hacia adelante, recuperando la compostura, y se concentró en el extraño, que seguía con la cabeza agachada. La falta de musculatura en sus piernas y brazos, las costillas marcadas, el vientre hundido y la ausencia de grasa no eran lo que más lo desconcertaba. Lo que realmente le causaba inquietud era la incapacidad de determinar la edad de aquel hombre, que parecía a la vez viejo y joven. Su cabello, del color de la nieve, y sus cejas y barba, del mismo tono, le conferían un aire de ancianidad. No obstante, la piel del extraño era tan suave como la de un recién nacido, de un color que recordaba a las flores de las zarza. Cuando el extraño levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Uru, este sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Nunca había visto ojos tan peculiares; ni siquiera en sus propios hijos gemelos, que tenían miradas diferentes al resto del grupo. Los ojos del hombre eran del color del cielo en un día despejado. Uru se dio la vuelta y se encontró con las caras desconcertadas de hombres y mujeres que lo rodeaban. A ellos también les inquietaban esos ojos tan claros.


El hombre que permanecía arrodillado, al percibir la reacción del grupo, inclinó la cabeza y dejó que su mirada se perdiera en la arena.


Uru aún dudaba sobre si el hombre y el niño podían ser una amenaza para el grupo. Sabía que debía tomar una decisión. Todos los presentes, desde los más pequeños hasta los más ancianos, esperaban su veredicto para empezar a descuartizar la ballena que ya había dejado de respirar. Uru ordenó al hombre lince que levantara la mirada y abriera bien los ojos. Deseaba observar de nuevo aquellos ojos peculiares.


El hombre obedeció, sintiéndose humillado y vulnerable, anhelando recuperar su dignidad y volver a taparse con las pieles de conejo. El niño, con la mirada baja y mordiéndose el labio inferior, deseaba que esa situación se resolviera pronto porque temía que le pidieran a él también que se despojara de sus pieles.

—¿Qué te sucede en los ojos? ¿Ves o eres ciego? —preguntó Uru, acercándose a la cara del hombre y frunciendo el ceño en un intento de penetrar en la profundidad de sus ojos.

—Mis ojos están bien. Veo perfectamente —respondió el hombre, a pesar de que siempre había tenido problemas para ver a distancia, especialmente al caer la noche.

—Tienes ojos del color del cielo —dijo Uru, señalando hacia arriba para mayor claridad.

—Sí, lo sé, ojos de cielo —replicó el hombre, echando un vistazo al niño que permanecía callado a su lado.

—¿Estás seguro de qué ves? —Uru comenzó a mover la mano frente a la cara del hombre, recordando que de pequeño había visto a un anciano del grupo perder la visión cuando se le puso un velo blanco sobre los ojos.

—Sí, veo —insistió el hombre, arriesgándose a apartar la mano de Uru.

A Uru no le gustó que le apartaran la mano, frunció el ceño, pero no dijo nada. Se agachó, tomó la lanza clavada en la arena y comenzó a tocar la carne del desconocido con la punta.

—Parece que hace días que no comes. Estás muy delgado. No tienes carne ni grasa. ¿Qué te ha pasado en la piel? ¿Y en el cabello? —preguntó Uru, trazando con cuidado la forma del cuerpo del hombre, temiendo que se rompiera en cualquier instante.


La mujer Aba, que era quien se encargaba de organizar las tareas en los campamentos, observó al niño arrodillado en la arena. Se acercó a la ballena y cortó un trozo de carne, entregándoselo al niño. Este levantó la vista, se quitó la capucha y, al cruzar miradas con la mujer, ella dio un salto hacia atrás, dejando caer la carne en la arena. El niño era tan extraño como el hombre. A pesar de estar cubierto con pieles de conejo, Aba notó que el niño estaba muy delgado y que su expresión delataba que no había comido bien en mucho tiempo.

–Este es mi hijo. Venimos de muy lejos. Estábamos con un grupo. Uno que tiene el territorio hacia allá –con la mano señaló en la dirección de donde venían–. Ya no estamos con el grupo. Ahora estamos cansados. Ahora tenemos mucha hambre. Os pedimos compartir vuestro fuego. Os rogamos compartir vuestra comida. Solo durante unos pocos días. Hasta que estemos más fuertes. Entonces continuaremos nuestro viaje. Entonces no os molestaremos más.


Uru continuaba pensativo, sin decidir si el hombre y el niño podían representar alguna amenaza para el grupo.

–¿Y si son como aquel mirlo color nieve? El que tenía el nido cerca del desfiladero. ¿Te acuerdas Uru? Durante la cacería de caballos. La hembra era normal. Pero el macho era color nieve, como estos –comentó uno de los cazadores, refiriéndose a los dos extraños.


Uru permaneció en silencio, confundido. Otro recuerdo relampagueó en su mente: el rostro risueño de la mujer que más había amado, apareciendo y desapareciendo como un destello, dejándole un sabor amargo.

–O como aquel corzo muerto por Uyu. Seguro que tu, Uru, lo recuerdas. Aunque entonces eras todavía un crío. Uyu me entregó la piel. Era una piel muy hermosa. Era toda del color de la nieve. Todas las mujeres la querían, pero era mía –comentó una mujer muy vieja que se había abierto paso hasta situarse junto al jefe de los cazadores.


Y de nuevo ocurrió. Una punzada en la sien le trajo a Uru la imagen de una bella mujer rubia de ojos verdes. Solo un instante, un suspiro, pero lo suficientemente intenso como para obligarle a encerrar de nuevo ese doloroso recuerdo en lo más profundo de su ser.

–¿Uru, me escuchas? –preguntó la vieja Izi, percatándose de que algo le pasaba al líder.

–Sí, te escucho. Sucede con algunos animales. No sé el porqué. Pero pasa. Excepto el color, son normales –respondió Uru, más centrado ahora que había vuelto a bloquear aquel recuerdo punzante.


Era el momento de decidir. Uru observó las pieles del conejo que el hombre había dejado caer. Miró las pieles de ciervo que cubrían su propio cuerpo y se dijo que las suyas eran mejores. Luego, observó su brazo, más grueso y musculoso que los flacos muslos del extraño, y sonrió. Finalmente, fijó la mirada en los genitales del hombre y, al comparar, no pudo evitar reírse.


Uru había tomado una decisión: ni el hombre ni el niño representaban peligro alguno para su grupo.


Y aunque él no lo sabría hasta mucho más tarde, había errado en su decisión.

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