La mujer Aba fue la primera que encaró la situación. ¡Ya se encargaría ella de engordar aquel pobre hombre y a su hijo! En ese momento había mucho trabajo por hacer; la ballena no iría sola al campamento.
–Mujeres, ¡venga, va! ¡Pongámonos a trabajar! Parece que los hombres se han quedado dormidos. Comencemos por este lado del animal. Vamos a cortar la carne en tiras. Tiras no demasiado grandes. Llevaremos las tiras al hombro, hasta el campamento –exclamó con firmeza la mujer que, aunque mantenía su fortaleza, ya contaba muchos inviernos a cuestas.
Al oírla, los hombres reaccionaron, no les gustaba que las mujeres tomaran la iniciativa. Dejaron las lanzas clavadas en la arena y se pusieron a retirar la carne del otro lado del animal.
Un hombre viejo y una chica muy joven se sentaron en la arena, listos para el arduo trabajo que les esperaba; había mucho que cortar y los cuchillos de piedra pronto se desgastarían. El anciano tomó las herramientas de sílex, miró la ballena varada y le dio un suave empujón a la chica, que estaba absorta observando a los dos recién llegados.
–Chica Unu, ve a buscar cantos rodados de este tamaño. De piedra buena no encontrarás por los alrededores. Busca piedras como esta –ordenó el viejo mostrando un trozo de cuarzo.
–Esta piedra se romperá enseguida. No podremos repararla cuando se quiebre. Sé dónde hay piedra de mejor calidad.
–¡Tardarás demasiado! Hay mucho que hacer. Las mujeres y los cazadores ya han comenzado. Si se quedan sin herramientas se enfadarán conmigo. Esta piedra nos servirá. ¡Vete ahora y apúrate!
El anciano empezó a desprender pequeños fragmentos de un nódulo de sílex. A pesar de estar concentrado en sus manos, levantó la vista un instante para observar cómo la muchacha partía corriendo. La chica Unu se estaba convirtiendo en una talladora de piedra tan hábil como él. Desde pequeña había mostrado un interés poco común entre las niñas del grupo por los instrumentos de piedra, y su paciencia, fuerza y habilidad para reconocer el potencial de la piedra lo sorprendían. Era una lástima que pronto tuviera que abandonar el grupo, pensó el viejo, mientras miraba como la chica se alejaba hacia las colinas cercanas.
El extraño y el niño permanecían sentados en la arena, indecisos. De repente, el niño se levantó y corrió hacia donde rompían las olas. El hombre no alcanzó a detenerlo y empezó a gritar que regresara. Al llegar al agua, el niño, con una mano remangándose las pieles de conejo que le cubrían las piernas, levantó con la otra un pequeño animal que arrastraba un ala por el agua. Regresó hacia su padre, sosteniendo al animal entre sus manos.
–¡Mira padre! Tiene el ala rota. No puede volar.
–¡Déjalo en la arena! –ordenó el hombre.
–Está herido. ¡Si lo dejo aquí, se morirá!
–¡Te he dicho que lo dejes en la arena!
–No quiero.
Los gritos del niño llamaron la atención de los cazadores. El jefe Uru hizo un gesto con la mano a un joven de ojos verdes para que se acercara a ver qué sucedía. El chico, dejando la afilada piedra clavada en la carne de la ballena, se aproximó al hombre, lo inspeccionó y no detectó nada raro en él, salvo el olor a miedo que emanaba. Luego se volvió hacia el niño y lo observó detenidamente. Pensó que, con buena alimentación, pronto aquel niño dejaría de serlo.
–¿Qué escondes? –preguntó el chico al niño.
–Es un pájaro. ¿Lo quieres ver? –dijo el niño abriendo las manos para mostrar la pequeña ave blanca.
El chico Utu notó que el niño hablaba con un tono diferente al de la gente que él conocía, aunque no era tan estridente como el de su padre. A pesar de la diferencia, entendió perfectamente lo que el niño decía. Cogió el pájaro y lo lanzó al aire. El ave cayó al suelo y empezó a correr penosamente, arrastrando su ala.
–Estos pájaros se fueron hace días. Siguiendo la costa –comentó el chico, recogiendo de nuevo la pequeña ave que yacía en la arena–. Este no pudo seguirles. Este tiene el ala rota. No cazamos a estos pájaros. Mejor come ballena.
–¡No quiero comerlo! –exclamó el niño, arrebatando el animal de las manos del chico.
–¿Ah, ¿no? ¿Y qué vas a hacer con él?
–Lo cuidaré y recuperará el ala.
–¿Entonces te lo comerás?
–No, será mi amigo.
–En el grupo hay niños. Juega con ellos, no con un pájaro –explicó el chico, pensando que aquel niño, además de tener un color muy extraño, no era demasiado listo.
–Los otros niños no quieren jugar conmigo. Siempre me lanzan piedras. Siempre se ríen de mi piel –dijo el niño en voz baja, sin apartar la mirada de la arena.
Utu observó al extraño niño detenidamente, se acercó a la capucha de tejón, la olfateó e hizo una mueca.
–Debe de ser por lo mal que hueles. Llevas un tejón muerto en la cabeza. Tira la piel del tejón al mar. Quítate las pieles que te cubren. Deja que el sol te caliente la piel. Entonces no olerás tan mal. Entonces los niños querrán jugar contigo. Entonces tendrás amigos.
Cuando el chico regresó donde los miembros del grupo se esforzaban en retirar la carne del cetáceo, primero fue a hablar con la mujer Aba para decirle que alguien debía encargarse de cuidar a ese niño enfermo y sucio, que parecía muy necesitado de cariño.
La primera tarea urgente era proteger la carne de los carroñeros. Los cuervos ya estaban dando su característico grito de alarma. Las hienas no tardarían en aparecer y los hombres sabían que pronto serían numerosas. Los cuervos no les causaban miedo, pero sí las hienas. Pero todo iría bien si se mantenían unidos y armaban una defensa de fuego. El fuego siempre funcionaba, no sabían por qué, pero los animales lo temían. Lo primero que hicieron los hombres fue buscar ramas secas de pino que el río había arrastrado hasta la playa. También recolectaron algas secas, que ardían fácilmente.
Mientras tanto, las mujeres continuaban tratando de cortar toda la carne que podían con sus afilados cuchillos de piedra. Había mucha carne y no tenían más remedio que meter los brazos hasta los huesos del animal muerto. Los niños más pequeños, con sus manos diminutas, recogían los trozos de piedra descartados por el anciano en la fabricación de cuchillos y simulaban que ellos también cortaban la carne de la ballena muerta, siempre observando de reojo a aquel niño extraño.
El chico Utu vigilaba al hombre lince mientras intentaba que los cuervos y otros animales no se acercaran demasiado a la carne. A pesar de que aún había algo de luz, encendieron las hogueras y tanto hombres como mujeres se apresuraron a arrancar la carne de la ballena lo más rápido que podían.
El hombre con la capucha de piel de lince observaba los numerosos cuervos que saltaban, intentando robar algún trozo de carne. El niño notó la fijación de su padre, metió el pájaro blanco en un pliegue de las pieles y se volvió hacia el hombre.
–¿Por qué no te levantas y matas uno? –preguntó el niño, señalando con la cabeza un par de cuervos que se peleaban por uno de los ojos del cetáceo–. ¡Quizás aquí las mujeres sean más cariñosas!
–No grites, que te oirán.
–¿No podrías ser valiente por una vez? Tú siempre tienes miedo. Yo no tengo miedo. Yo seré cazador.
El niño se puso en pie para alcanzar una piedra cercana, dándole la espalda a su padre e ignorando a los hombres y mujeres que se apresuraban a desmembrar el animal muerto.
—¡Hijo, siéntate y calla! Antes tuviste suerte. El chico te vio con el pájaro. Él tiene paciencia. Creo que el jefe de los cazadores no.
—No te entiendo. Antes querías matar a un cazador. Ahora le tienes miedo. Tú siempre tienes miedo de todo. ¿Cómo piensas impresionar a una mujer? ¿Quieres las plumas sí o no?
—¡Quiero que obedezcas! —gritó el hombre, atrayendo las miradas de todos los hombres y mujeres que estaban cortando la carne.
El niño se levantó de nuevo sin que su padre pudiera detenerlo. Se acercó a donde se acumulaban guijarros pulidos por el vaivén de las olas y tomó un par, grandes y redondos. Ignoró las advertencias de su padre y se acercó a los dos cuervos, que seguían peleando, ahora por el otro ojo de la ballena. La primera piedra falló, pero la segunda impactó de lleno en una de las aves, que cayó aturdida al suelo. Cuando el niño regresó junto a su padre, llevando el animal en la mano, el chico Utu lo esperaba, de pie y con una mueca en el rostro.
—Con este no podrás jugar. Este está muerto.
—Este lo quería muerto. Mi padre quiere las alas.
—¿Las alas? ¡No hay carne en las alas! ¿Para qué quiere tu padre las alas?
—Quiere las plumas de las alas. Quiere las plumas largas de las alas —especificó el niño, al ver la cara de desconcierto del chico.
Utu arrebató el cuervo muerto de la mano del niño para examinar qué tenían de especial aquellas plumas.
—¿Para qué quiere las plumas? —preguntó de nuevo el chico.
—Donde yo nací, las mujeres llevan plumas. No todas, solo algunas. Se las ponen entre los cabellos. Si fueran de buitre, sería mejor. También les gustan las plumas de águila. Pero los buitres no han bajado. Las águilas tampoco han venido. Esto lo sé por mi padre. Él lo ha visto. Él me lo ha explicado.
El chico volvió la cabeza para mirar al hombre extraño, que tenía la mirada baja y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Estaba confundido, no entendía nada de lo que el niño hacía ni por qué el hombre mostraba tanto miedo. Decidió ser un poco más paciente y continuar preguntando al niño.
—¿Quieres ponerte plumas en el cabello?
—¡Yo no! Mi padre quiere las plumas.
—¿Tu padre quiere ponerse plumas en el cabello?
—¡Él no! Las mujeres.
—¿Qué mujeres?
—¡No lo sé! Las mujeres. ¡No entiendes nada! —el niño se dio la vuelta, frustrado con aquel chico que parecía no entender nada de lo que él intentaba explicar.
El chico Utu permaneció un rato en pie en la arena, observando el cuervo muerto, los cabellos de las mujeres y al hombre extraño que no hacía más que balancearse y hacer gestos al niño.
—¿Él quiere dar las plumas a las mujeres? ¿A las mujeres del grupo? —preguntó el chico, dudando de si había comprendido lo que el niño quería decir, señalando a las mujeres que seguían cortando la carne del animal.
—¡Sí, a ellas!
—¿Para qué? —Utu no dejaba de mirar los cabellos de las mujeres, sin entender qué relación había entre estos y las plumas de un cuervo muerto.
—Para que se las pongan en el cabello. Para que estén contentas. Para que quieran copular con él. ¿Es que vosotros no lo hacéis? —respondió el niño, moviendo la pelvis con fervor para hacerse entender mejor.
El chico no respondió y se encaminó hacia el animal que se estaba descuartizando, no fuese a ser que el jefe Uru se enfadara con él y tuviera que ir a buscarlo. Cuando llegó, se situó al lado de la ballena donde las mujeres estaban trabajando. Se acercó a una mujer joven de amplia sonrisa que llevaba un bebé a cuestas.
—¿Te gustaría llevar plumas en el cabello? Son plumas de cuervo.
La mujer dejó la herramienta de piedra clavada en la carne del animal, se secó el sudor con el brazo y miró al chico directamente a los ojos.
–No estoy segura. Podría ser divertido. De pequeña, solía colgar helechos de mi cabello. Eso me hacía feliz...
–¿Y entonces te animarías a copular conmigo?
–¿Ahora? –la expresión de su rostro cambió al dirigir la mirada hacia la mujer Aba.
–Sí, ahora. Bueno, no exactamente ahora. Cuando te traiga las plumas.
–Pero tenemos que trabajar. Si dejo el cuchillo, Aba se enojará conmigo.
–Las hienas pronto estarán aquí. Me siento algo nervioso. Copular contigo me vendría bien. Será rápido. ¡Dime que sí! –suplicó el chico, mirando fijamente a los ojos de la mujer.
La joven volvió a observar a la mujer Aba, quien estaba sumida en sus tareas. Luego giró la cabeza y se encontró con la intensa mirada del chico. Cuando Utu la miraba así, ella no podía negarle nada; aquellos ojos verdes la tenían embelesada.
–Está bien. ¡Pero primero quiero las plumas!
El chico dejó el cuchillo de piedra hundido en la carne de la ballena y se dirigió hacia los dos humanos desconocidos que estaban en la arena. Al acercarse notó como el hombre volvía a desprender aquel olor que hacían los animales cuando se encontraban acorralados, justo cuando él estaba a punto de clavar la lanza. Aquel hombre tenía miedo, al contrario del niño, que parecía demasiado arrogante para su corta edad. Sin decir palabra, arrancó el cuervo muerto de las manos del hombre, se dio la vuelta y, a mordiscos, despojó al ave de sus plumas. Lanzó el cadáver al suelo y corrió hacia la mujer con las plumas en la boca. Ella, sonriendo de oreja a oreja, tomó con cuidado a la criatura que llevaba a la espalda y se acercó a una anciana que dormitaba, entregándole el bebé en silencio. Luego regresó con el chico, que la esperaba con las plumas babeadas, se agachó y se abrió de piernas. Utu se apresuró, pues la mujer Aba comenzó a gritar que había mucho trabajo por hacer y que volvieran a coger los cuchillos. Cuando se escuchó el primer grito de una hiena, el chico dio por acabado lo que estaba haciendo, colocó las plumas en el cabello de la mujer y cogió nuevamente el cuchillo, ahora más relajado.
A medida que la noche transcurría, las carcajadas de las hienas empezaron a resonar entre los arbustos. Los hombres dejaron de cortar carne y se agruparon en un círculo alrededor de las hogueras, con las lanzas en mano. Las mujeres aumentaron el ritmo de trabajo. Al cabo de un rato, los ojos de las bestias empezaron a brillar en la oscuridad. La media luna iluminaba lo suficiente para que los hombres pudieran ver más allá de lo habitual. Dos hombres, como mínimo, eran necesarios para enfrentar a una hiena; tres eran lo ideal. Nadie se sentía cómodo con la situación. La noche no era el momento de los humanos. En la oscuridad, se sentían en desventaja ante los depredadores. Sin luz, no sabían dónde pisaban, y lo peor, no sabían dónde clavaban la lanza. La noche era para descansar y recuperar fuerzas, siempre con el resguardo de un buen fuego que ardiera durante la oscuridad. Sin embargo, esa noche la luna creciente iluminaba lo suficiente para que los hombres pudieran ver.
–No nos enfrentaremos a las hienas. Hay más ojos de hiena que de hombre. Agarrad ramas encendidas y movedlas delante vuestro. Tal vez les dé miedo. Tal vez no se acerquen. Hasta que las mujeres terminen –gritó el jefe del grupo, asegurándose de que los hombres y las mujeres lo oyeran.
Un largo y silencioso tiempo después, la carne del flanco derecho de la ballena yacía cortada en largas tiras. A pesar de sus esfuerzos, no lograron extraer el cerebro del cráneo. La lengua fue cortada en porciones más manejables. El hígado era demasiado pesado para llevarlo entero, así que separaron un trozo que pudiera ser transportado por un solo hombre y el resto lo dividieron en porciones pequeñas que cada miembro del grupo ingirió antes de emprender el camino de regreso al campamento. Las mujeres llevaron una tira de carne sobre el hombro derecho, con una rama encendida en una mano y su respectiva criatura en la otra. Los hombres colocaron dos tiras de carne sobre el hombro izquierdo, sosteniendo las lanzas y las ramas encendidas con la mano derecha.
Habían dejado atrás casi la mitad del animal, con parte del hígado y el corazón entero, por lo que las hienas y otros depredadores estarían ocupados durante toda la noche.
El hombre extraño y su hijo los seguían a distancia.
Al llegar al campamento, encendieron una gran hoguera mientras depositaban la carne sobre las esteras de algas secas que usaban para dormir. Esa noche, descansarían sobre la arena, pues la comida era lo más importante. Con cuidado, alejaron el gran trozo de hígado del calor del fuego para que no se estropease. El jefe Uru fue cortando trozos de la víscera y distribuyéndolos entre los miembros del grupo. Ya habían comido hígado en la playa, deprisa y corriendo, pero ahora podrían saborearlo con calma. Nada era comparable con un trozo de hígado, aún caliente y sanguinolento, y nunca antes habían visto uno tan grande.
Todos comieron con avidez, y una vez satisfechos, llegó la hora de dormir junto al fuego, bien acurrucados, con los niños y ancianos en el centro y hombres y mujeres alrededor.
A la chica Unu le tocaba vigilar que el fuego no se apagara. Cuando fue a buscar una piedra para recostarse, se dio cuenta de que en la entrada del campamento estaba el hombre lince y el niño tejón, que dormía en brazos de su padre. El hombre le suplicó un trozo de hígado. Unu dudó un momento entre despertar al jefe del grupo o darle al hombre lo que pedía. Cuando el niño despertó y también pidió un trozo de hígado, ella decidió buscar un pedazo de la víscera de la ballena.
El hombre y el niño disfrutaron de un buen trozo de hígado. Momentos después, el niño se quedó dormido junto a su padre, apartados del fuego, solos, entrelazados el uno con el otro, envueltos en pieles de conejo y con los estómagos satisfechos. Pero el hombre extraño no lograba dormir, angustiado por los días venideros, sin saber si el jefe de aquel grupo permitiría que ellos se quedaran.
Si les dejaban quedarse, él y su hijo sobrevivirían.
Si Uru decidía lo contrario, probablemente no resistirían lo que quedaba de invierno.
Por la mañana lo sabría. Y eso le mantenía despierto.
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